miércoles, 21 de abril de 2010

Lo que está mal en el mundo.

Al final de su libro Lo que está mal en el mundo, G. K. Chesterton alude a una ley promulgada en aquel periodo en el Reino Unido según la cual, para evitar las epidemias de piojos en los barrios pobres, los niños de la clase obrera deberían llevar las cabezas rapadas. Los pobres, escribe Chesterton, se encuentran tan presionados desde arriba, en submundos de miseria tan apestosos y sofocantes, que no se les debe permitir tener pelo, pues en su caso eso significa tener piojos. En consecuencia, los médicos sugieren suprimir el pelo. No parece habérseles ocurrido suprimir los piojos. Y es que sería largo y laborioso cortar las cabezas de los tiranos; es más fácil cortar el pelo de los esclavos. En el razonamiento que hila la conclusión de este libro formidable ,Chesterton sostiene que la lección de los piojos de los suburbios es que lo que está mal son los suburbios, no el pelo. Y dice una cosa verdaderamente sorprendente: sólo por medio de instituciones eternas como el pelo podemos someter a prueba instituciones pasajeras como los imperios.

Chesterton lleva todo el libro pensando un punto de partida sobre el que construir todo un orden social, un mínimo más allá del cual no tiene sentido defender nada. Y comienza así el último párrafo del libro, el más bello que yo haya leído en mi vida sobre el tema de la revolución: hay que empezar por algún sitio y yo empiezo por el pelo de una niña. Cualquier otra cosa es mala, pero el orgullo que siente una buena madre por la belleza de su hija es bueno. Es una de esas ternuras que son inexorables y que son la piedra de toque de toda época y raza. Si hay otras cosas en su contra, hay que acabar con esas otras cosas. Si los terratenientes, las leyes y las ciencias están en su contra, habrá que acabar con los terratenientes, las leyes y las ciencias. Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna. Porque una niña debe tener el pelo largo, debe tener el pelo limpio. Porque debe tener el pelo limpio, no debe tener un hogar sucio; porque no debe tener un hogar sucio, debe tener una madre libre y disponible; porque debe tener una madre libre, no debe tener un terrateniente usurero; porque no debe haber un terrateniente usurero, debe haber una redistribución de la propiedad; porque debe haber una distribución de la propiedad, debe haber una revolución. La pequeña golfilla del pelo rojo, a la que acabo de ver pasar junto a mi casa, no debe ser afeitada, ni lisiada, ni alterada; su pelo no debe ser cortado como el de un convicto; todos los reinos de la tierra deben ser mutilados y destrozados para servirle a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos caerán, pero no habrá de dañarse un pelo de su cabeza.

[G. K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo. Ed. El Acantilado. Traducción de Mónica Rubio Fernández.]


NOTA: Esto está sacado de un blog al que enlazaron en menéame.net, pero la entrada me encantó. Pienso pillarme el libro en cuanto pongan los puestecillos de la Feria del Libro :)

viernes, 12 de marzo de 2010

La espada y la palabra

No hay en este mundo cosa más sutil que la bofetada con guante blanco, el desprecio con estilo, la cuchillada certera.

Cuando uno conoce el poder de la palabra, su posibilidad última, la extensión significativa de un semantema, se erige el escritor como experimentado envenador, como sofisticado perillán y como grácil trilero en traje de prestidigitador. La palabra precisa, entonces, es estocada ponzoñosa, es ágil truco de naipes y es el furtivo y doloroso corte del papel rasgando la carne sin que podamos distinguir cuál de entre todas las hojas del libro trocóse en cuchilla de barbero.

En palabras de Emily Dickinson:


Hay una palabra
que lleva espada
puede atravesar a un hombre armado-
lanza sus sílabas punzantes
y enmudece de nuevo-
[...]

jueves, 18 de febrero de 2010

Bivium



Hay algunas veces en la vida en las que, sin darnos cuenta, nos vamos alejando poco a poco de nuestro propio camino, de nuestra senda personal que nos define y nos configura como lo que somos.

A veces son luces las que nos hacen abandonar el sendero buscando en ellas el rumbo correcto hacia el que encaminar nuestros pasos. Esto no significa que el nuevo recorrido sea, forzosamente, más fácil de transitar que el anterior: muchas veces el camino ancho y despejado suele ir dejando paso al camino estrecho y pedregoso, escarpado y - en ocasiones- lleno de peligros. Este camino suele se lo que llamamos madurez y suele ser el momento en el que se inicia nuestro propio periplo vital, en el que nos toca decidir el trayecto desde la cartografía de la experiencia.

Pero en otro casos, abandonamos la vereda en la que nos fuimos dejando las botas y la piel -cruzando la adversidad a fuerza de empeño y ahínco- y de repente nos encontramos sumidos en la sombra dentro de la cuál no somos capaces de discernir entre a distancia recorrida y la que nos queda por recorrer. Perdidos y sin saber hacia dónde ir ni qué hacer, buscamos a ciegas alguna referencia que nos permita volver de nuevo hacia la vía que abandonamos inconscientemente, pero no siempre es fácil.

Sé que he tardado en regresar: me entretuve en el retorno, atravesé caminos que parecían inexpugnables, me dejé la piel y la sangre entre la zarza y el espino... pero ahora por fin encuentro de nuevo el rastro de mis antiguas huellas, hendidas en el barro, y, aunque sé que tendré que recorrer de nuevo parte del camino ya andado, hoy soy feliz. Siempre hace feliz estar de vuelta.

martes, 16 de febrero de 2010

jueves, 21 de enero de 2010

Apueste

Hoy quiero apostar con usted. No, no tenga miedo. Continúe leyendo, pero sepa que tendrá que apostar. Arriésguese, puede jugarse lo que quiera: desde su libro más preciado hasta aquel horrible cuadro que heredó de su bisabuelo materno y que preside su salón por simple obligación familiar. Usted está deseando perder ese cuadro de vista, vamos, apuéstelo.
Y ahora comencemos. Primero tiene que pensar, tómese su tiempo. No lo olvide, primero piense con detenimiento, no deje nada al azar. Luego continúe. Recuerde que ya ha hecho su apuesta.

Ahora veamos, usted tiene que concentrarse y hacer una descripción de mí, pero no solo física. Quiero que usted piense en mis vicios, y si encontrara alguna, en mis virtudes, quiero que piense en mis gustos, mis aficiones, mis pasiones y mis temores, mis filias y mis fobias, puede tomar un papel y un lápiz si lo ve necesario. Quiero que me imagine minuciosamente por dentro y por fuera. Recuerde, primero tiene que pensar con detenimiento. Ya ha apostado, ¿Recuerda?

Bien. Espero que, como le dije, se haya tomado su tiempo de reflexión. Todavía puede demorarse un momento y detenerse para cerciorarse de que su descripción es la correcta. Ya la tiene, ¿Verdad? Confío en que usted ha meditado sus experiencias e intuiciones. Es su última oportunidad para cuestionar su decisión. De acuerdo. Ya sabe, usted ha apostado y ahora comienza el juego. No tenga miedo. Continúe leyendo.

Bien. No dudo de su capacidad de análisis a la hora de realizar el ejercicio imaginativo que le he propuesto, y no sería capaz de negar que todo lo que usted ha cavilado ha sido pensado hasta el último detalle. Pero usted ha olvidado incluir en su descripción mi libro y mi color favoritos y no ha recordado que detesto la televisión, ni que adoro el olor a café los domingos por la mañana. Tampoco ha considerado que mi preferencia musical pasa por casi todo el panorama en cuanto a género y que no es cosa extraña en mí escuchar en un corto intervalo un dueto de alguna ópera de Verdi, seguido de algún clásico del rock de los ochenta. ¿Ha sido capaz de recordar alguno de estos aspectos? Si la respuesta es afirmativa, me alegro por usted. Si la respuesta es negativa no se alarme, el juego continúa. Recuerde, usted ya ha apostado.
No creo que haya usted incluido en su retrato esa tendencia a morderme las uñas. Es una de esas malas costumbres que conservo desde hace años, ¿De veras no ha sido capaz de tenerlo en cuenta? ¿Y qué me dice usted de, digamos, la aversión a pedir favores a la gente, de verdad tampoco lo ha considerado? Espere, si usted recapitula, ¿Ha tenido en cuenta la dependencia vital que me exige estar siempre cerca del mar? ¿Tampoco? Tranquilo. No hemos acabado aún. Espero que haya recogido en su caracterización el sentimiento que me embarga cuando observo un cielo plagado de estrellas, buscando con la mirada los dibujos de las constelaciones. No dudo que habrá considerado mi carácter optimista, mi innata inclinación hacia lo humorístico y lo literario. ¿Ha pensado usted en la contradicción que me lleva a ser introvertido y extrovertido de forma fluctuante?, ¿Me ha visualizado usted como una persona melancólica? Usted tampoco ha recordado que me fascina hacer reír a la gente, y también que me hagan reír. ¿Verdad que no?
El juego acaba aquí. Pasemos a la última parte.

Bien, yo sé que usted había realizado un completo retrato tanto a nivel físico como a nivel psíquico, pero no ha tenido en cuenta la mayor parte de los aspectos que ha leído. Usted ha perdido, porque ha apostado, aunque no lo sepa. No tenga miedo. Se lo explicaré y no tendrá más remedio que darme la razón.
Usted ha hecho una descripción totalmente subjetiva. No me ha hecho caso y no se ha tomado su tiempo, ha obviado aspectos con los que habría contado si hubiera reflexionado y por eso ha jugado y ha perdido. Alégrese, Usted había apostado, sin saberlo, una serie de prejuicios que ha incluido en su descripción y que espero que haya logrado desmentir mientras iba leyendo.

La próxima vez recuerde: antes de hacer la descripción usted debe tomarse su tiempo. ;)

domingo, 17 de enero de 2010

El extraño caso del hombre de la pipa.

El otro día, mientras caminaba por la calle, me crucé con un hombre mayor que iba fumándose una pipa. No sé quién era ese hombre, solo me fijé en que llevaba una barba cana y descuidada y sobre todo en la pipa que llevaba colgando de los labios -me encanta el olor del tabaco de pipa-, y de pronto se me vino a la cabeza uno de esos libros de los que conozco únicamente el título: el viejo y el mar, de Ernest Hemingway.

Seguí caminando, llegué al bar y me tomé unas cervezas con mis amigos, jugué una partida de póker que perdí desastrosamente intentando marcarme un farol -lo que me demuestra una vez más a lo que puede llegar la codicia humana-, y llegué a casa de madrugada. Todo lo que cuento no tendría especial relevancia si no fuera por lo siguiente: cuando me metí en la cama dispuesto a sobar hasta que me quedara sin sueño para dos o tres días, se me vino a la cabeza la imagen de ese hombre que iba fumando en pipa, y recordé el olor dulce que iba dejando tras de sí, mientras el humo que exhalaba se iba desvaneciendo en jirones por el aire. Pero lo que más me inquieta es que, por alguna razón, no puedo dejar de pensar en el libro de Hemingway.

Es curioso ver cómo dos cosas sin aparente relación ( un desconocido que va fumando en pipa y un libro que no he leído de un escritor al que tampoco he leído) lleven dando vueltas por mi cabeza durante un día y medio. Quizá asocio la pipa al viejo marino experimentado que sale en las películas, o a lo mejor fue la barba lo que me sugirió algún tipo de actividad naútica. También es posible que inconscientemente me fijase en algún otro detalle que no recuerdo pero que puso en mi mente la imagen del viejo en la orilla del mar - y por ende, el título del libro-. No lo sé y me resulta extraño.

Creo que después de exámenes empezaré a leerme el viejo y el mar. Espero cruzarme de nuevo con el anciano de la pipa. Me gustaría preguntarle si alguna vez fue marinero.

martes, 12 de enero de 2010

Huele a sal...

Huele a sal aquí, en la cubierta de proa. Es extraño. Todos duermen, es de noche y hace frío, pero aquí sigo, saltando con los ojos desde el mascarón de proa al mar rasgado por el casco del navío. Se acaban los víveres, el agua comienza a escasear y las malditas cartas de navegación no tenían posibilidad de pérdida, al menos para mí. O eso pensaba. Intento evadirme... la madera cruje a medida que vamos surcando la inmensidad a la luz de las estrellas, y pienso en lo cómico que resulta que yo, el capitán de la nave, ya no sepa qué hacer. Todos cometemos errores, está claro, pero cada gesta, cada vez que consigues arrancarle a alguien una sonrisa, o tiendes tu mano a quien lo necesita, te va haciendo olvidar esos errores. Yo también cometo errores. Pero soy el capitán del navío y la tripulación cree que sé hacia donde nos dirigimos, pero ni las cartas de navegación ni aún mi preciado astrolabio son capaces de guiarme. Por eso me siento en la proa del barco cuando todos duermen. Hace frío. Huele a sal.